Tuve que detenerme por enésima vez.
La falta de oxígeno imponía su propio ritmo a mis movimientos.
La falta de oxígeno imponía su propio ritmo a mis movimientos.
El mal de altura me desdibujaba el paisaje y distorsionaba la realidad, mi realidad.
Bajé del coche en aquel desierto cercano al cielo y esperé a la noche.
Las estrellas rozaban el suelo y me pareció que al final del horizonte se acostaban sobre la llanura.
Me encontraba en Tíbet.
Y en Tíbet también me estaba buscando a mí mismo.
No sé bien si busqué más dentro o fuera.
Dudas por dentro, preguntas por fuera, todo ello aderezado con el olor a cera y manteca quemada.
Ofrendas. Mantras. Sutras.
Unas veces quisieron indicarme un camino…otras muchas me recordaban que no pertenecía a ese mundo.
Seguí un impulso y corrí tras unos pasos fugaces. Solamente recuerdo el olor a incienso.
Comprendí mi propia naturaleza. Aquella que se desdibuja con tanta facilidad entre fuegos artificiales.
Y entonces deseé poder adueñarme de aquel silencio y conservarlo para siempre.
Las túnicas naranjas de los monjes ondeaban, a mis ojos, como banderas de libertad.
Sus cánticos profundos se me clavaron en el estómago y seguían recordándome que no pertenecía a ese mundo.
Alma de exiliado.
Entonces decidí dejar de buscar.
Tal vez entonces comencé a encontrar.
Ahora los cánticos eran hermosas melodías capaces de liberar una enorme energía. Energía que quise absorber.
Comprendí que todo era mucho más sencillo.
Abandoné posturas aprendidas, y decidí mirar con mis ojos contaminados hasta lograr enfocar un horizonte nítido.
Aquella noche las estrellas eran las mismas, pero tan diferentes.
Aquella noche aprendí a liberarme de equipajes superfluos y a dejar que mis sueños soñaran libres.
Mi equipaje sigue siendo ligero y aquel silencio sigue colándose en mis sueños.
Como esa mirada que descubrí y que sigue jugando conmigo.
Bajé del coche en aquel desierto cercano al cielo y esperé a la noche.
Las estrellas rozaban el suelo y me pareció que al final del horizonte se acostaban sobre la llanura.
Me encontraba en Tíbet.
Y en Tíbet también me estaba buscando a mí mismo.
No sé bien si busqué más dentro o fuera.
Dudas por dentro, preguntas por fuera, todo ello aderezado con el olor a cera y manteca quemada.
Ofrendas. Mantras. Sutras.
Unas veces quisieron indicarme un camino…otras muchas me recordaban que no pertenecía a ese mundo.
Seguí un impulso y corrí tras unos pasos fugaces. Solamente recuerdo el olor a incienso.
Comprendí mi propia naturaleza. Aquella que se desdibuja con tanta facilidad entre fuegos artificiales.
Y entonces deseé poder adueñarme de aquel silencio y conservarlo para siempre.
Las túnicas naranjas de los monjes ondeaban, a mis ojos, como banderas de libertad.
Sus cánticos profundos se me clavaron en el estómago y seguían recordándome que no pertenecía a ese mundo.
Alma de exiliado.
Entonces decidí dejar de buscar.
Tal vez entonces comencé a encontrar.
Ahora los cánticos eran hermosas melodías capaces de liberar una enorme energía. Energía que quise absorber.
Comprendí que todo era mucho más sencillo.
Abandoné posturas aprendidas, y decidí mirar con mis ojos contaminados hasta lograr enfocar un horizonte nítido.
Aquella noche las estrellas eran las mismas, pero tan diferentes.
Aquella noche aprendí a liberarme de equipajes superfluos y a dejar que mis sueños soñaran libres.
Mi equipaje sigue siendo ligero y aquel silencio sigue colándose en mis sueños.
Como esa mirada que descubrí y que sigue jugando conmigo.